sábado, 1 de agosto de 2009

Natalya Estemirova

Natalya Estemirova recorría la república devastada con los labios pintados y de cartera, vestida con falda, blusa y zapatos de taco, y mostrando la cara tanto a las víctimas como a los asesinos enmascarados. Podía parecer tan correcta como una bibliotecaria, siempre dispuesta a engrosar su archivo que revelaba la verdad de las guerras chechenas.
Chechenia es apenas un punto en el enorme mapa de Rusia y sólo tiene algunos centenares de miles de habitantes. Sin embargo, durante los últimos veinte años ha proporcionado una muestra de los factores que impulsan la guerra moderna: nacionalismo, petróleo, intolerancia religiosa, racismo, tribalismo, códigos de sangre que exigen venganza, combatientes irregulares y unidades convencionales indisciplinadas, saqueos, pobreza, corrupción oficial, mercenarios islámicos y un gobierno que fomenta el culto a la personalidad.
Estemirova era un gobierno paralelo de una sola mujer que brindaba servicios que el gobierno real no estaba dispuesto a ofrecer. Encontraba a los encarcelados. Buscaba tumbas ocultas. Reunía pruebas contra los asesinos y los acusaba, aunque llevaran uniformes del gobierno. La televisión estatal no informaba sobre los hallazgos de Estemirova y la mayor parte de los periodistas rusos la evitaba.
Sus archivos no consistían en insinuaciones ni juicios ligeros. Contenían hechos, cada uno de ellos corroborado con minuciosidad. Al Kremlin no le interesó, sus verdades no eran bienvenidas.
Tuvo que comparecer ante el presidente Kadyrov, jefe de un gobierno que contaba con centros de tortura, como indican los archivos de Estemirova. Muchas de las víctimas no volvieron a aparecer, pero sí lo hicieron los restos mutilados de otras, el característico desecho de las guerras de Chechenia y de su estilo de gobierno.
Casi nunca se acusó formalmente a nadie. Ahora Estemirova, la principal investigadora, la que se negó a renunciar cuando le dijeron que era hora de callarse, ha quedado sumida en un silencio ensangrentado.

Diario The New York Times - Sábado 25 de julio de 2009

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